Decía Carmen Martín Gaite que cada cuadro de Edward Hopper es una novela. Ella, que sabía mucho de ventanas y de soledades, descubrió al pintor en una retrospectiva en el Whitney Museum de Nueva York. Era el año 1980 y se celebraba entonces el 50 aniversario de la pinacoteca. Mucho tiempo después, en Madrid, en una conferencia en el Thyssen sobre Habitación de hotel, la escritora inventó la historia de aquella mujer sentada junto a una ventana por la que no entra la luz, en la soledad de un cuarto de hotel.
¿Por qué cuento todo esto? Pues porque, a mi entender, es esta una de las grandes genialidades del pintor norteamericano: la capacidad sugerir. En efecto, Hopper no narra, insinúa. Sus lienzos son un registro de emociones personales e intimistas, a veces cercanas al voyeurismo. Sus personajes miran y son mirados, pero callan siempre, no aportan ninguna pista sobre sus pensamientos o deseos. El tiempo parece suspendido en el simple acto de mirar el instante que retrata. Es el espectador quien está obligado a imaginar lo que sucede en la escena. Entrar en cuadro de Hopper resulta bastante sencillo. El problema es salir de él y hacerlo indemne.
Edward Hopper nació en Nyack, una ciudad cercana a Nueva York, junto al río Hudson. La solvencia económica de su familia de clase media le permitió estudiar en la New York School of Art junto a artistas como Guy Pène du Bois, Rockwell Kent, Eugene Speicher o George Bellows. Tras obtener su titulación, Hopper consiguió trabajo como ilustrador publicitario en la CC Phillips & Co.
Se casó con Josephine Verstille Nivison en 1924. Ya tenía él 42 y había viajado por Europa en diversas ocasiones. Tiene su estudio en el último piso del número 3 de Washington Square North —cerca del puente Queensboro que conecta Manhattan con Queens— alquilado desde 1908. Allí vivieron ambos hasta el fin de sus días. Fue también en ese ático donde le hechizó la prodigiosa luz neoyorkina, la razón de su obra, la que gobierna los cuadros y la estética de Hopper. La que gobernó su vida. Sin embargo, a veces, la camufla. Él, tan ventanero como Martín Gaite, tan adicto a pintar la luz del sol sobre la pared de una casa, tiene la desvergüenza de disfrazar una ventana con una persiana amarilla y el negro de la noche más profunda.
Otras veces, petrifica la escena exterior, otorgando a las ventanas un significado extraño. Lo hace, por ejemplo, en Western Motel. Las ventanas inmensas que delimitan la escena interior muestran un fondo solitario, típico del oeste; la mujer sentada en la cama da la espalda al paisaje, convirtiéndolo así en un mero decorado estático. Como el cuadro de un cuadro. Y el silencio invadiendo ambos espacios.
Aunque siempre se ha identificado a Hopper como el pintor de la vida americana, de los ambientes rurales, de la civilización invasora, de la modernidad, del abandono y la soledad que conlleva. Sin embargo, sus raíces pictóricas se encuentran en Europa, en los pintores barrocos, en los impresionistas, en Manet sobre todo. Tal vez por ello le molestaba esta etiqueta arquetípica. “Nunca he tratado de plasmar el paisaje americano […] Yo siempre he querido hacerme a mí mismo”.
Ciertamente, abandona las técnicas impresionistas poco después de instalarse en Nueva York, cuando comienza a experimentar con las geometrías, los grandes planos cortados, los contrastes entre luces y sombras. Poco a poco su obra va adquiriendo ese aspecto luminoso, acentuado por el uso del blanco de plomo presente en todos sus lienzos de día. Tal era su obsesión que cuentan que trabajaba de pie, pues sentado no lograba plasmar los efectos lumínicos deseados.
Hopper se tomaba muchísimas libertades con la realidad. Cambiaba el escenario, las arquitecturas, todo lo que le convenía para la composición del cuadro, explica Gail Levin —conservadora de la colección Hopper en el Whitney Museum of American Art, entre 1976 y 1984—considerada una de las autoridades mundiales sobre el pintor.
La Fondation Beyeler de Basilea acoge, desde el próximo 26 de enero, una muestra dedicada íntegramente a la obra de Edward Hopper. La selección pone el acento en los cuadros más representativos del paisajismo hopperiano, aspecto clave para comprender el resto de su trabajo, su universo creativo, su particular visión de la vida moderna.
La muestra se completa con la proyección del cortometraje Two or three things I know about Edward Hopper, en colaboración con el Whitney Museum of American Art de Nueva York, principal depositario de la producción del artista.
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