A la rue Esseghem de Bruselas se llega evitando las aglomeraciones de turistas que transitan por la Grand Place, invaden los aledaños y se fotografían incansables frente al Manneken Pis. Allí, en el número 135, en un pequeño apartamento alquilado que compartía con dos familias, vivió René Magritte durante 24 años. Allí fue donde pintó la mayor parte de su siempre sorprendente y enigmática obra, donde escribió sus códigos, destripó los objetos e intuyó los personajes y sus sombras.
Para llegar al corazón surrealista del pintor de Valonia hay que esquivar a la turba y dirigirse hacia el Parque de Laeken, al norte de la capital. Allí donde el suburbio rezuma poesía y todos los ismos de principios del siglo XX se funden en el juego de esconder para revelar. Es así como el padre del surrealismo belga entendía la pintura. “El arte debe evocar el misterio sin el cual el mundo no existiría”, escribía.
René Magritte nació en Lessines —provincia de Le Hainaut— en 1898, pero fue en la capital belga donde desarrolló toda su iconografía surrealista. Era entonces Bruselas uno de los centros del Art Nouveau, la cultura centroeuropea y el modernismo. Y él un señor joven y serio, un poco melancólico y un poco pessoiano con ese bombín que enarbolaba como símbolo de la cotidianidad. Y no deja de ser una impostura clavada sobre un artista de disfrutaba poniendo en entredicho el imaginario tradicional. Para un tipo que afirmaba “…me esfuerzo en no ser nunca convencional cuando pinto y, en la medida de lo posible, cuando no pinto, parece que interpreto un papel determinado, pintar, por ejemplo, o vivir en una casa, o comer a horas establecidas por la razón”.
En 1916, René Magritte se matricula en la Academia de Bellas Artes de Bruselas, aunque pisa poco las clases. Sin embargo, su gusto por realismo y la figuración parece surgir de este tiempo de aprendizaje. En 1919, se hizo amigo de los hermanos Bourgeois, Pierre y Victor. Juntos participarán en la creación y desarrollo de varias revistas artísticas, así como varias exposiciones colectivas. También en esta época se reencuentra con Georgette Berger, su futura esposa, su modelo, su cómplice. La conocía de antes, de los tiempos de Charleroi, cuando se enamoró de ella para siempre.
A partir de 1923, la iconografía de Magritte experimenta un vuelco irreversible al conocer la obra de De Chirico, “el primer pintor en pensar hacer hablar a la pintura de algo que no fuera pintura”. Deslumbrado por la poesía de los trazos, el silencio de los objetos, los paisajes inalterables, el belga se reencuentra con el misterio de la invisibilidad, de lo oculto, de lo imaginado. Comienza así a construir su peculiar diccionario onírico.
Es entonces cuando emergen en sus lienzos pipas, manzanas, bombines, paraguas y cielos celestes salpicados de nubes de algodón… Elementos perturbadores como los grelots (cascabeles), las perlas, las cabezas desfondadas, las miradas cubiertas, los rostros evaporados o los árboles invertidos surcan una obra más y más enigmática, repleta de simbolismos e ironía.
Hace una década, la red de Museos reales de Bellas Artes de Bélgica inauguró en pleno centro artístico de la capital un nuevo templo consagrado a la memoria del pintor. Fluido, articulado en tres niveles, el nuevo Museo Magritte de la place Royal expone la obra, el pensamiento y la vida entera del artista. Las creaciones más conocidas de su periodo de plenitud se muestran junto a trabajos de juventud y piezas de exposiciones internacionales. Comparten espacio con carteles publicitarios, partituras musicales y fotografías tomadas por él o sus amigos, abundantes textos y películas que recogen su sentido del humor.
Al día le quedan unos minutos para apagarse antes de adentrarse en la penumbra del cementerio de Schaerbeek (Ixelles), al este de la ciudad. La última parada de esta ruta surrealista, donde descansan los restos del maestro, evoca los relatos inquietantes de Edgar Allan Poe. El escritor favorito de nuestro pintor.
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