“París siempre valía la pena y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba”, escribió Hemingway en 1924. En aquellos tiempos, una panda de prometedores artistas, literatos y poetas dejaban atrás los recuerdos de una guerra sangrienta (como todas). Reconstruían su mundo a base de un trago caliente a cambio de unos versos o unos trazos mágicos sobre un lienzo. El alcohol también contaba como transacción. Pateaban el Boulevard Montparnasse, las Tullerías, el Bois de Boulogne y sobrevivían cobijados en la librería de Sylvia Beach a orillas del Sena. Eran pobres, pero felices. Sobre todo, eran muy jóvenes.
Años después, otra guerra arrasó con los sueños de Europa entera y aquellos jóvenes, que ya no lo eran tanto, se mezclaron más con la muerte que con la vida, escucharon más bombas que música y olvidaron la primavera. Sin embargo, París nunca dejó de pertenecerles.
Tras la devastación de la II Guerra Mundial, la capital francesa trataba de volver a tomarle el pulso a la vida, llenar de nuevo los bares de jazz, los lienzos de color, de letras las páginas ajadas por el tiempo y de recuperar su vieja reputación artística, que se disputaba con Nueva York. A partir de 1945, numerosas oleadas de artistas de todo el mundo repoblaron la gran urbe europea. Algunos, como Picasso o Kandinsky, ya estaban allí cuando era una fiesta. Otros fueron llegando atraídos por las leyendas de la bohemia y los cafés libres de prejuicios. Algunos también huyendo de regímenes totalitarios o soñando con la fama.
Eduardo Arroyo, Rufino Tamayo, Ellsworth Kelly, Carmen Herrera… son algunas de las figuras que, junto a los maestros de antaño, devolvieron a París el título de la “capital de la cultura”. Al mismo tiempo, la ciudad fue testigo y centro de intensos debates sobre el nuevo orden geopolítico que inaugura la Guerra Fría, los movimientos antimperialistas o la consolidación de la sociedad de consumo. Sin llegar a recuperar la fama previa a la guerra, en torno a ella se desarrolló una amalgama de corrientes dispares que la alejaron del discurso unitario del expresionismo abstracto.
De este modo, la defensa del realismo socialista convivió en los primeros años de posguerra con los debates entre abstracción y figuración, mientras que el surrealismo adquiría una relevancia renovada con experimentos cercanos al automatismo, op art y cinetismo. Pero el mito de la supremacía cultural parisina en el mundo, quedó destruido en 1964 cuando el estadounidense Rauschenberg ganó el León de Oro en la Bienal de Venecia.
El Museo Reina Sofía recoge todos estos escenarios en la muestra París pese a todo. Artistas extranjeros 1944-1968. La exposición no sólo revela la vitalidad del mundo artístico de todo el periodo analizado, sino que destaca la relevante contribución y protagonismo de aquellos artistas “inmigrantes”. Así lo destaca el comisario, Serge Guilbaut, en el catálogo que acompaña la misma.
La muestra presenta en doce espacios y de manera cronológica la interesante mezcla de nacionalidades que realizaban prácticas artísticas similares. Comienza con Kandinsky, que había fallecido en noviembre de 1944 tan solo dos días antes de la clausura, en la galería parisina L’Esquisee, de su última exposición individual. Termina con las reivindicaciones anticolonialistas del argelino Mohammed Khadda.
Durante las dos décadas que separan a estos dos artistas, se cuelan nombres determinantes en la evolución cultural y social del momento. Fórmulas alternativas como el Art Brut de Jan Krizek o la abstracción geométrica de Carmen Herrera o Wifredo Arcay conviven con el surrealismo automatista de Jean Paul Riopelle o el absurdo del holandés Bram van Velde.
¿De nuevo la ciudad del arte?
En esta sección, ya inmersa en los años 50, pueden verse obras de Eduardo Chillida (El espíritu de los pájaros I, de 1952), Claire Falkenstein (Sol # 4, de 1954) —la Jackson Pollock de la escultura— o del español Pablo Palazuelo.
Posteriormente, en la Galería Arnaud, John Koenig toma las riendas de la abstracción y el collage de Ellsworth Kelly, Jeanne Copel, Luis Feito o Ida Karskaya. Todos ellos en contra del tradicionalismo que parecía haberse instaurado de nuevo en la capital. En esos momentos, lo que se conocía como abstracción lírica o arte informal, un arte violentamente expresionista y considerado caótico por muchos, se había tornado hegemónico. Sin embargo, no se había logrado un estilo que representara el París de la modernidad.
Galería de imágenes
-
1
-
2
-
3
-
4
-
5
-
6
-
7