El papel no ha muerto. Siento decepcionarles, agoreros. Los militantes del libro impreso hemos ganado la primera batalla. Y las librerías —ese refugio para psicópatas con alma de papel, regentadas por profesionales que no sólo venden libros, los leen y son capaces de orientar al lector— siguen al pie del cañón con sus libreros al frente dispuestos a aplacar cualquier tempestad lectora.
Es cierto que existen ciberdealers proveedores de mercancía a la carta a cualquier hora del día. Incluso con envío expreso para casos extremos de delirio y ataques de ansiedad incontrolable. O esos otros hipermercados del saber menos irreales, más de pisar el suelo y tocar el libro, pero igual de impersonales. Espacios asépticos generalmente patrullados por empleados de uniforme casi siempre amables, que teclean casi siempre diligentes ISBN, nombre del autor o ese título que recuerdas a medias. Todo muy pulcro y muy correcto, pero a años luz de la complicidad del librero de siempre. Ese confidente entrañable que no necesita consultar el ordenador para saber con exactitud el libro que buscas. Lo sabe por instinto, con sólo mirarte a los ojos. Porque te conoce de toda la vida. Porque conoce su oficio. Y lo ama.
Por mucho que se empeñen esos aprendices de profeta, pronosticadores del fin del estante y el papel, nuestros queridos libreros resisten. Por fortuna. Y van a seguir paliando la devastación provocada por esa especie de bacilo que nos inoculó la cubierta de nuestro primer libro. Algunos lo logran a base de tradición; otros recreando espacios nuevos donde se mezcla el aroma a libro recién horneado con cafés, vinos, tertulias y otras golosinas especializadas. Todos resistiendo el desangelado embate tecnológico, el atraco de lo neutro en sus pequeñas aldeas irreductibles. Así que, tras una primera (y lejana ya) remesa de territorios lectores, vamos a por la segunda.
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