La luz del atardecer juega con las sombras en el jardín, busca el infinito de cada rama y lo encuentra. Y luego, luego deja de existir. Entonces viene la noche, con sus tonos pardos y sus historias para dormir y de no soñar. Para ambos casos siempre nos queda el eco de una sencilla canción.
Los cuerpos tienen una masa cuyo peso les atrapa sobre unas raíces que hace mucho echaron en la tierra y el tiempo. Alguien podría intentar soltar sus ataduras y volar, enseñar con su ejemplo y volar, romper con sus alas rotas y volar. Pero hasta entonces sólo oiremos el eco de una canción.
Con los ojos vendados afinamos la mirada e intuimos lo que nunca pudimos ver. Ahora parecen claras todas esas verdades que fuimos incapaces de reconocer, los gestos que no supimos entender, el momento que dejamos escapar. A la vista está que sólo queda el eco de una canción.
Nunca nadie podrá acusarnos de no haber hecho aquello de lo que siempre nos arrepentimos. No había más opción, el destino así lo había escrito. Esa es la excusa, tan buena como otra cualquiera. Ahora las lágrimas relucen con el brillo de una luna y con el eco de una canción.
Y allí estaremos todos, los que vinieron a vernos y los que nunca se fueron, cobijados por el manto protector de las estrellas y sombreados por el resplandor de las llamas. Juntos danzando desnudos de prejuicios y recuerdos al son del eco de una sencilla canción. En la noche eterna.