Cada mañana veía pasar los trenes desde la ventana de su cocina. Era un aliciente para empezar el día. Una taza de café, algo de comer y contemplar, entre sorbo y sorbo, como esa pesada masa de hierro se deslizaba sobre los raíles como una patinadora sobre el hielo. Amaba los trenes.
Todavía recordaba los largos viajes de su infancia, cuando por fin llegaban las vacaciones y toda la familia se iba a la playa. Toda una noche de traqueteo y duermevela; toda una noche para soñar aventuras; toda una noche imaginando quiénes vivirían en esas pequeñas casas en medio de la nada e iluminadas por una triste luz. Qué cosas ocurrirían dentro que el tren dejaba atrás.
Las estaciones, las antiguas y las modernas, siempre le producían una gran emoción. Eran la puerta de entrada a un mundo desconocido y lleno de posibilidades. Cada vez que pisaba una, algo le recordaban que lo de menos era el destino, que lo importante era el viaje y todo lo que sucedía en el trayecto. Amaba las estaciones de tren.
A su paso, veía por las ventanillas siluetas anónimas cargadas de historias. Intuyó una mujer leyendo, tal vez una novela de misterio; a un hombre vestido de negro con gesto serio que denotaba una gran preocupación; y a un joven con auriculares escuchando su propia canción. Tal vez la realidad no tenía nada que ver con todo aquello imaginaba. El tren siempre despertaba su imaginación.
Coincidió el último trago de café con la imagen del último vagón. Una vez más sintió con su marcha aquella desoladora sensación de vacío. Algún día cogería un tren, uno cualquiera, y emprendería un viaje. Sin rumbo. Sólo con una pequeña maleta y una canción que contara una historia de traición. Definitivamente, amaba los trenes. Desde siempre.