Demasiados días sentado cada tarde sólo al sol. En silencio y con la mirada perdida. Demasiados días esperando que algo cambiase. Siempre con la vista callada y la voz hundida. Ahora ya ni siquiera recordaba lo que sintió aquel día después de la lluvia.
Volaban sus visiones entre el cielo y el infinito. Volaban en la quietud del momento eterno, en el viento de cada atardecer. Volaban entre sus dedos temblorosos llevándose recuerdos, imágenes y pensamientos. Volaban los años, los días y las horas.
Al mirarse las manos sólo veía el vacío. A veces, a ráfagas, las llenaba con un momento vivido, una cara familiar, un lugar lejano. A veces, al mirarse las manos, veía un destello del pasado en medio de la nada. A veces, al mirarse las manos, veía que no quedaba ninguna de esas cosas.
Giró toda una vida hacia una dirección sin sentido. Una vuelta cruel del destino, un giro imposible de comprender, una pirueta absurda que borró en cuatro pasos todo vestigio del ayer. Allí estaba, perdido en el silencio y con la mirada postrada. Allí estaba, como un lobo en una noche de luna nueva, como un lobo aullando a la nada.
Los viajes, los destinos, los encuentros y las despedidas. La primera palabra, la primera vez, la primera sonrisa o el primer dolor. Una carta, una foto, un libro o una canción. Unos padres y unos hermanos, los amigos, quizás una pareja, tal vez unos hijos. No apreciaba una sola huella de todo ello. En ocasiones, cada vez más ocasionalmente, le asaltaba una amarga pregunta, ¿habré amado alguna vez?