Cada uno toma el trago más amargo como puede. Cuando le toca y como puede. En un silencio bullicioso o en una estruendosa soledad. En el vacío. Sorbo a sorbo hasta la última gota. Hasta el vacío.
Luego llega, aunque se nos olvida, el momento dulce. Y se nos olvida. Lo llena todo de color, de sonrisas y de reflejos y luz. Parecía que nunca volvería pero llega. Siempre llega. Y se nos olvida. Pronto. Se nos olvida.
Habrá también un día en el que el viento cambiará de dirección y nos traerá a los labios el aroma salado del mar. Habrá un día en el que eso ocurra y tal vez no estemos preparados para comprender que hay algo más allá del horizonte. Aunque sólo sea otro día.
Más tarde, al caer los sueños de la noche, las sombras proporcionarán al amante huidizo el picante necesario para que su espíritu enamorado deje volar su corazón. Y ame. Aunque sólo sea por un momento. Que ame.
Y cuando por fin la luz rompa con su manto de colores y brillos, sólo el ácido del recuerdo vivido será capaz de limpiar la herrumbre con que el temor y el tiempo han cubierto los sentimientos. La luz que todo lo ve, que todo lo limpia.