Pequeños mendrugos de pan, salpicaduras de vino, alguna mancha de grasa. Huellas de una cena entre amigos. Redondas marcas de copas y chupitos, algo de ceniza y una fina línea de chocolate. Restos de una velada entre amigos. En el ambiente aún flota el humo, el alcohol y el eco de una canción.
Recuerdos del pasado, anécdotas en el presente, deseos para el futuro. Sueños compartidos que probablemente no se cumplirán, aunque siempre estarán ahí, latentes. Proyectos de viajes y de futuras reuniones. Un brindis por nosotros y que suene aquella canción.
Un paseo por la nostalgia de ida y vuelta. Un regreso a un pasado que cada uno ve de forma distinta. Unos exclaman, ¡Suéltame pasado! Otros se aferran a lo que queda de él. Los senderos del tiempo se bifurcan a cada paso. Suena la misma música pero cada uno oye su propia canción.
Miradas complacientes herederas del pasado y palabras mudas en cuyo silencio se envuelve algo de comprensión y mucho de aceptación. Todo cambia y ya nada es igual. La amistad se vuelve cómoda con el paso de los años y se diluye en el devenir cotidiano. Ya solo queda un regusto dulce cuando suena esa canción.
Casi al final de la noche alguien sacó una polvorienta guitarra. Al principio nadie quería hacerse cargo de ella pero su sola presencia, y tal vez el whisky, fue animando a los presentes que terminaron cantando aquella que un día fue su canción. Con la última nota y un puñado de risas se cerró la reunión. Habrá otra fecha. Pronto. (O tal vez no). Se despidieron corteses y cariñosos y todos se fueron a casa tarareando en silencio el vínculo superviviente de su unión.